La Casa sin Llaves Recientemente estaba buscando las llaves de mi apartamento, un nuevo hogar lejos de mi país natal, cuando caí en cuenta que la casa donde pasé mi infancia no tenía llaves. Mas de 48 años pasaron sin yo darme cuenta de tan peculiar detalle.
Quizás la casa entendía que aquellos que moraban en ella siempre estaban en búsqueda de la libertad, y ella solo quería ser cómplice de sus fugas. La casa era triste, nerviosa, cansada, agobiada y un poco maltratada por el tiempo. A la vez era fuerte, resistente y una gran guardiana de secretos.
La puerta principal sonaba hueca. Las termitas habían tomado residencia entre los paneles de la puerta. Juro que, si me acercaba y miraba detalladamente, podía verlas asomarse por un huequito, mientras arrojaban pedacitos diminutos de madera al abismo. El huequito estaba al mismo nivel de mis ojos. Los ojos de una niña de unos 6 años. Quizás la puerta, con la ayuda de las termitas, quería permanecer quebradiza, frágil, en caso que otra forma de escape fuese necesario.
¡La casa no tenía llaves! Nunca se podía dejar deshabitada. Alguien tenía que quedarse haciendo guardia, y aunque todos habitando en ella deseábamos huir, siempre regresábamos como almas en pena aceptando la realidad de un purgatorio que, en mi caso, era ajeno.
La casa sin llaves tenía ciertas características que nunca olvidaré, como las corrientes de aire perfectamente ubicadas. Una vez descubrí la fascinante sensación cuando un cuello sudado y salado es bañado por una sutil brisa. Si me paraba justo en el escalón entre el zaguán y la sala, una brisa deliciosa me rodeaba y aliviaba de ese calor imponente y húmedo que solo se siente en Barranquilla.
La brisa tenía fragancias. Las variedades eran de lluvia, de grama recién cortada, del olor amargo y vinagroso del sudor, del talco de mi abuela, de cigarrillo y café, o del olor imprudente del hollín de los buses al pasar.
Nunca olvidaré el balcón de la casa. Fueron muchas las madrugadas donde la suave luz de un sol naciente revelaba, en la distancia, a la Sierra Nevada de Santa Marta. Este espléndido regalo visual solo se podía ver durante el alba, ya que luego la sierra penosa se escondía. En cierta época del año, la sierra era acompañada por el lucero de la mañana. El balcón era el perfecto palco para apreciar tan semejante belleza. Fueron momentos especiales en el balcón, acompañado de Cico, mi abuelo.
Muchos años después, el cuartico del balcón sería la habitación de mi abuelo. Para ese entonces, él había perdido la vista, y el balcón se convirtió en sus ojos y la conexión al exterior. La vida puede ser tan cruel. Mi abuelo era un gran pintor, mi primer maestro de arte, y ahora vivía en una eterna oscuridad sin poder pintar o ver los cuadros de su nieta.
Lo normal era verlo sentado en un extremo del balcón fumándose un cigarrillo mientras los que pasaban por frente de la casa lo saludaban amablemente, "¡Buenas tardes Doctor Porras!" No era doctor, no llevaba doctorado en nada. En mi tierra suelen bautizar a muchos como doctor. El balcón fue su punto de partida. Sin ninguna agonía, sin anuncio previo, su cuerpo simplemente se cansó de vivir y una mañana decidió tomar su último aliento. Al exhalar, con el aire escapó su alma, una de las almas más dulces que he conocido. Él fue el segundo en alcanzar la libertad mientras mi abuela quedó atrás agonizando su soledad.
Mi abuela Piti fue la tercera en liberarse de la casa sin llaves. Fueron unos cuantos años después de que mi abuelo se deslizara suavemente por el balcón. Para ese entonces, solo ella vivía en la casa junto a Saida, una mujer que la ayudaba con la limpieza. Se dice que mi abuela supo que se estaba muriendo. Era un día como cualquier otro, reposando en su cama, cuando sintió a la muerte tocar su puerta. Saida fue testigo de aquel momento final.
Mi padre biológico fue el primero en huir. Un andaluz en medio de un Macondo. Su ciclo cerró entre esas paredes después de 7 años. Fue un abandono paternal que me marcaría por muchos años. Yo tenía unos 3 o 4 años.
Mi madre, aunque se marchó hace más de 40 años, se mantiene atrapada en los recuerdos, en su pasado. Ella no reconoce que su mente alberga en esa casa. Se quedó anclada en un pasado, casi como si tuviera el síndrome de Estocolmo.
¿Cuándo me liberé yo? Quise salir huyendo desde muy temprana edad. Me mantenía a solas en la cima del palo de ciruela del patio de atrás viviendo fantasías. Las matas y los animales eran mis confidentes. Dibujar, el mejor escape. Mi mente estaba llena de ficción, de leyendas y mitos. Historias inculcadas por la mejor relatadora de cuentos, mi abuela Piti.
La Casa sin Llaves continúa en pie, un testigo silente de las vidas que transcurrieron en su interior. Aunque ha sufrido los estragos del tiempo y ha pasado por diversas manos, todavía conserva su esencia y guarda los recuerdos de aquellos que alguna vez la llamaron hogar. En cada visita que hago, observo cómo la casa ha evolucionado y ha sido modificada por sus nuevos habitantes. Han agregado detalles, han reparado sus grietas y la han llenado de nuevas historias. Pero en lo más profundo, sé que todavía queda un rastro de nuestro pasado en cada rincón.
A veces, cuando estoy parado frente a su puerta, me parece escuchar susurros provenientes de su interior. Son voces del pasado que me llaman, que me invitan a recordar los momentos compartidos y a revivir las experiencias que allí tuvimos. La Casa sin Llaves es como un faro en medio de la oscuridad, guiándome hacia mis raíces y recordándome quién soy.
Aunque me haya liberado físicamente de sus muros, sé que la casa siempre estará en mi corazón. Es un símbolo de mi infancia, de mi ansiedad, de mi despertar, de mis miedos, sueños y realidades. Y aunque ya tenga llaves, siempre llevaré conmigo la historia de la Casa sin Llaves, un lugar que fue testigo de nuestra lucha por la libertad y de nuestra eterna conexión con el pasado.
Mientras tanto, yo seguiré caminando sobre sus baldosas en mi mente, reviviendo los recuerdos y llevando conmigo el legado de aquel lugar que fue mucho más que una simple casa, fue nuestro refugio, nuestro laberinto de emociones y nuestro hogar.
Fin.
"The House without Keys" Recently, I was searching for the keys to my apartment, a new home far from my homeland when I realized that the house where I spent my childhood had no keys. Over 48 years had passed without me noticing this peculiar detail.
Perhaps the house understood that those who dwelled within it were always in search of freedom, and it only wanted to be an accomplice in their escapes. The house was sad, nervous, tired, burdened, and a bit weathered by time. Yet, it was strong, resilient, and a great guardian of secrets.
The main door sounded hollow. Termites had taken up residence within the door panels. I swear that if I approached and looked closely, I could see them peeking out from a tiny hole, while they cast tiny bits of wood into the abyss. The hole was at eye level, the eyes of a 6-year-old girl. Perhaps the door, with the help of the termites, wanted to remain fragile, brittle, in case another means of escape was necessary.
The house had no keys! It could never be left unoccupied. Someone had to stay behind, keeping guard, and even though all of us living in it wished to escape, we always returned like lost souls, accepting the reality of a purgatory that, in my case, was foreign.
The keyless house had certain features I will never forget, such as the perfectly located drafts. I once discovered the fascinating sensation when a sweaty, salty neck is bathed in a gentle breeze. If I stood just on the step between the hallway and the living room, a delightful breeze would surround and relieve me from the imposing, humid heat only felt in Barranquilla.
The breeze had fragrances. The varieties were of rain, freshly mowed grass, the bitter and vinegary odor of sweat, my grandmother's talcum powder, cigarettes and coffee, or the reckless smell of bus soot passing by.
I will never forget the house's balcony. Many mornings, the soft light of a rising sun revealed, in the distance, the Sierra Nevada de Santa Marta. This splendid visual gift could only be seen during dawn because later, the timid mountain would hide. At a certain time of year, the Sierra was accompanied by the morning star. The balcony was the perfect seating to appreciate such beauty. Those were special moments on the balcony, accompanied by Cico, my grandfather.
Many years later, the little room that had the balcony would become my grandfather's bedroom. By that time, he had lost his sight, and the balcony became his eyes and connection to the outside world. Life can be so cruel. My grandfather was a great painter, my first art teacher, and now he lived in eternal darkness, unable to paint or see his granddaughter's paintings.
It was normal to see him sitting at one end of the balcony, smoking a cigarette while those passing by would greet him kindly, "Good afternoon, Doctor Porras!" He wasn't a doctor; he held no doctorate in anything. In my land, many are often baptized as doctors. The balcony was his exiting point. Without any agony, without prior notice, his body simply grew tired of living, and one morning, he decided to take his last breath. As he exhaled, his soul escaped with the air, one of the sweetest souls I've known. He was the second to find freedom while my grandmother remained behind, agonizing her solitude.
My grandmother Piti was the third to free herself. It was a few years after my grandfather smoothly slid off the balcony. By then, only she lived in the house with Saida, a woman who helped with the cleaning. It is said that my grandmother knew she was dying. It was a day like any other, napping in her bed, when she felt death knock on her door. Saida was a witness to that final moment.
My biological father was the first to flee. An Andalusian in the midst of a "Macondo". His cycle closed within those walls after 7 years. It was a paternal abandonment that would mark me for many years. I was about 3 or 4 years old.
My mother, although she left over 40 years ago, remains trapped in memories, in her past. She does not recognize that her mind resides in that house. She became anchored to a past, almost as if she had Stockholm syndrome.
When did I free myself? I wanted to escape from a very young age. I would stay alone at the top of the plum tree in the backyard, living in fantasies. The plants and animals were my confidants. Drawing was the best escape. My mind was full of fiction, legends, and myths. Stories instilled by the best storyteller, my grandmother Piti.
The House without Keys still stands, a silent witness to the lives that unfolded within it. Although it has suffered the ravages of time and changed hands many times, it still retains its essence and holds the memories of those who once called it home.
During each visit back home, I observe how the house has evolved and been modified by its new inhabitants. They have added details, repaired its cracks, and filled it with new stories. But deep down, I know that traces of our past still linger in every corner.
Sometimes, when I stand in front of its door, I seem to hear whispers emanating from its interior. They are voices from the past that call me, inviting me to remember shared moments and relive the experiences we had there. The House without Keys is like a lighthouse in the darkness, guiding me back to my roots and reminding me of who I am.
Although I have physically freed myself from its walls, I know that the house will always be in my heart. It is a symbol of my childhood, of my anxieties, my awakening, my fears, dreams, and realities. And even though it now has keys, I will always carry with me the story of the House without Keys, a place that witnessed our struggle for freedom and our eternal connection to the past.
In the meantime, I will continue to walk on its tiles in my mind, reliving memories and carrying with me the legacy of that place that was much more than just a house; it was our refuge, our maze of emotions, our home.
The End.
Me encanto el relato Angela. La casa tambien esta mi memoria, y la colectiva de tantas adolescentes que pasamos por ella disfrutando de las clases de baile de tu madre. Creo todas aprendimos disciplina de ella. Y sus consejos llenos de sabiduria. Y el recuerdo de Piti que era la guardiana de la casa. No se subia hasta que la ultima niña no se hubiera ido. Y los perritos de toda la vida. Tambien siempre que voy a Barranquilla miro a ver si aun existe. En la memoria colectiva y olfativa de muchas mujeres que ahora somos adultas, pero que como yo en la memoria guardan el recuerdo amable de la casa sin llaves.